Todo está bien así

TODO ESTÁ BIEN ASÍ

(Segundo premio Certámen de Relato Ciudad de Chinchilla 2008)

A Enma le gustaba el orden y la rutina le daba seguridad en sí misma, por eso cada día era para ella un ritual de costumbres. Tenía un sitio para cada cosa y un momento para cada pensamiento. Su vida estaba planificada al milímetro, de manera que todo fluyese sin el más mínimo sobresalto.
Aquel día, como tantos otros, mientras conducía de regreso a casa ponía en orden sus pensamientos. Solía aprovechar esos treinta minutos de soledad para hacer la transición del despacho a la familia, guardar las preocupaciones en la guantera del coche y recoger el hilo de su vida personal tal y como lo había dejado por la mañana. Cuando llegó a casa, como de costumbre, comió sola el guiso recalentado que había preparado la noche anterior, recogió la cocina mecánicamente, encendió una vela con olor a manzana, y se sentó un instante delante del televisor.
A las cinco en punto pasó por la escuela para recoger a Iván. Nada más verla, desde la fila que formaban junto a la puerta, el niño le envió una sonrisa llena de energía contenida. Enma se deleitó en los enormes ojos castaños que ya se acercaban al trote alborotando la tarde adormilada.
—Se me ha caído el diente —silbó mientras se señalaba la encía con el dedo índice.
—¡Vaya! esta noche vendrá el Ratoncito Pérez.
Mariano, por el contrario, era el punto imprevisible de la casa. Trabajaba hasta las ocho, aunque tenía por costumbre quedarse después del trabajo con algún compañero para tomar unas copas. Cuando no había fútbol, había algo que celebrar. Enma se había acostumbrado a no esperarlo hasta después de las once.
A las nueve acostó al niño, recostada sobre el nido le leyó un cuento, y cuando se quedó dormido aprovechó el beso para dejarle un billete de cinco euros debajo de la almohada.
—¿Ha llegado ya papá? —preguntó como cada noche entre sueños.
—Todavía no.
—Pues que no se le olvide darme un beso cunado llegue.

Esperaba a Mariano sentada en un sillón, con un libro entre las manos y un CD a media voz sonando en el equipo de música. A veces, conforme iban avanzando las horas, la lectura se veía interrumpida por miradas intermitentes al reloj de pared, y cuanto más corrían las agujas y comenzaban a repetirse las canciones del disco, las líneas del libro se volvían más densas, hasta que los párrafos se negaban a continuar con la historia. Aquella noche, la novela se quedó atascada en un párrafo infinito que daba vueltas sobre sí mismo en mitad de la página 247.
Era ya la una y media cuando Enma marcaba por tercera vez el teléfono de Mariano, y por tercera vez volvió a chocar con aquella voz sin espíritu que le repetía que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
En algún momento se quedó dormida en el sillón. Cuando se despertó, sacudida por un horrible dolor en las cervicales, el reloj marcaba ya las cinco y cuarto. Se levantó con torpeza y se dirigió al dormitorio maquinalmente. Al meterse en la cama de matrimonio naufragó en aquel espacio tan inmenso. Sólo entonces fue consciente de lo que ocurría. Era la primera vez que dormía sola en aquella cama.
Se despertó un segundo antes de que sonara el despertador, y fue tan grande el desamparo que sintió, al verse sola en el dormitorio, que optó por seguir durmiendo e ignorar las últimas horas, como si todo hubiese sido un mal sueño que tarde o temprano comenzaría a desvanecerse. No quería hacerse preguntas, no tenía curiosidad por saber qué podía haber ocurrido; parecía como sin en el fondo, no estuviese preocupada por su marido, como si supiese que no le había ocurrido nada. Era su soledad y la incertidumbre lo que la asustaba. Pensó, que si no se levantaba de la cama, no tendría que enfrentar aquella situación insólita, tan sólo tendría que dejar pasar las horas y dejar que el orden se restableciese por sí solo.
Cuando Iván llegó al dormitorio, Enma dormía con la cabeza bajo la almohada. El niño se metió entre las sábanas y la sacudió con fuerza. Mamá, ¡Mamá! ¿dónde está papá?. Era la vida quien la sacudía para decirle que debía continuar y hacer frente a aquel día, trajese lo que trajese escondido.
—Mamá ¿estás despierta?.
—Papá se ha tenido que ir de viaje —alcanzó a mentir intentando que la voz no se le quebrase demasiado.
—¿Sabes mamá? ha venido el Ratoncito Pérez —Enma contestó con un beso.
Se sentía confusa. De repente, su pequeño universo perfectamente ordenado se desmoronaba. Pero… ¿qué había ocurrido?
Por primera vez en diez años llamó a la oficina para decir que se sentía indispuesta y que no acudiría a trabajar. Tenía demasiadas dudas, pero parecía tener muy claro que aquella mañana no podía acudir al despacho. Al menos no hasta que lograra establecer de nuevo el orden dentro de su vida. Vistió a Iván, desayunaron juntos y se dispuso a llevarlo al colegio. Normalmente era Mariano quien se encargaba de eso, pero al niño no pareció importarle demasiado el cambio. Ni siquiera volvió a preguntar por él durante el trayecto.
Después de dejar al niño en la puerta de la escuela dedicó unos minutos a pensar en el siguiente paso que daría. El teléfono de Mariano seguía desconectado, así que no le quedaba otra opción que buscarlo físicamente. El primer sitio donde iría sería la oficina donde trabajaba su marido, tal vez allí le dieran alguna clave sobre su paradero.
Estuvo más de media hora en la puerta, sopesando la vergüenza de contar lo ocurrido con la urgencia de saber algo sobre su esposo. Algo le decía que aquella búsqueda era inútil, que Mariano se había ido por su propia voluntad. Lo cierto, aunque sólo ahora era capaz de verlo claramente, es que en los últimos meses su relación se había ido enfriando progresivamente. Esos silencios a los que no había sabido darles importancia, ahora se hacían realmente evidentes. Pero… ¿y si realmente le había ocurrido algo? Por un instante se decidió y empujó la puerta de la oficina. Acto seguido se arrepintió, pero ya era demasiado tarde. Ya estaba dentro, y Carolina, una de las empleadas se acercaba para saludarla efusivamente.
—Enma, ¡que sorpresa! ¿qué te trae por aquí? ¿qué tal Mariano? Ayer empezaba en su nuevo trabajo… Estará contento ¿no?
—Sí, es exactamente el cambio que necesitábamos todos —improvisó.
De repente, en mitad del absurdo, las piezas iban encajando. Tal y como había imaginado la desaparición de sus marido no había sido algo fortuito, sino que estaba perfectamente premeditada. Y ni siquiera había tenido el valor suficiente para plantear el problema. Se había marchado sin más, sin despedirse de su hijo, sin una explicación, ni un a advertencia, por la puerta falsa, de la manera más egoísta que cabía imaginar. Y allí estaba ella, como un idiota, buscándole, preocupándose, esperándole. Se sintió estúpida. No humillada ni dolida; simplemente estúpida. Por eso, en aquel instante decidió que no quería saber más detalles. No le buscaría, ni siquiera le guardaría rencor, ni pensaría en qué había salido mal. Simplemente, pensó, pasaría página y seguiría adelante.

Tres meses necesitó para olvidar completamente, para ajustar su vida de nuevo. Dejó todo aquello que le recordase a su marido en manos de un abogado, y se dedicó por entero a ignorar su existencia. Tres meses necesitó Iván para dejar de preguntar por él cada noche. Es curiosa la capacidad de olvido que posee un niño a los cinco años. Tres meses sin esperar a nadie por las noches, leyendo plácidamente hasta caer dormida. Pero nada es eterno, y detrás de un momento de paz, siempre espera una sorpresa, de manera que una noche, mientras bañaba al niño sonó el teléfono y toda la armonía se quebró en un segundo.
—Enma, soy Mariano. Os echo de menos, y me gustaría volver a casa —Así, con la misma sangre fría con la que se fue, ahora quería borrarlo todo y regresar a casa. —Tenemos que hablar, Enma. Me he dado cuenta de que he hecho una tontería, pero creo que aún podemos arreglarlo.
—Creo que no hay nada que hablar. Todo está bien así.
—Déjame que os vea. Os lo explicaré todo…

Cuando Mariano entró al bar donde había quedado con Enma todavía faltaban diez minutos para la hora marcada. Se sentó en una mesa en un rincón, junto a los aseos, tal y como había acordado por teléfono, y se dedicó a esperar mirando por la ventana. No estaba seguro de qué diría, pero Enma lo comprendería todo… No podía tirar por la ventana tantos años. Y además estaba Iván. Necesitaba verle. Seguro que él también le había echado de menos.
Conforme fueron pasando las horas, comenzó a sudar visiblemente. No se había planteado la posibilidad de que ella se echase atrás en el último momento. A lo mejor se había olvidado… El teléfono estaba desconectado. Y si le hubiese pasado algo…
Una hora después se dirigió a su casa en busca de respuestas. La sangre se le heló cuando vio aquel camión de mudanza y el cartel fluorescente de una inmobiliaria que, colgado en la ventana gritaba SE ALQUILA. Volvió sobre sus pasos aturdido. Aquello no entraba dentro de sus cálculos. No, eso no podía estar pasando, seguro que todo tenía una explicación racional. A lo mejor Enma acababa yendo al bar y se lo explicaba todo. Volvió a sentarse en la misma mesa, junto al rincón, pidió una copa al camarero y éste se la sirvió acompañada del periódico del día. Comenzó a hojearlo más por desesperación que por curiosidad. Las manos pasaban las hojas rápidamente, entreteniéndose apenas en los grandes titulares. Entonces lo vio. Ocupaba media página, y las letras parecían tener relieve para que saltasen a sus ojos.

Ha fallecido a los cuarenta y dos años de edad
MARIANO PÉREZ ROBLEDO
El entierro se celebrará en la intimidad por expreso deseo de los familiares. Su viuda y su hijo ruegan una oración por su alma. Descanse en paz.

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