El mendigo


El mendigo


Vive en la calle y hace tanto tiempo que nadie lo llama por su nombre que a veces él mismo piensa que ni siquiera existe. Suele sentarse en un banco del parque, siempre en el mismo, con la mirada perdida en el infinito. Lleva un sombrero gris muy raído, el mismo en verano y en invierno, y un abrigo viejo y roto, de un color indeterminado, entre negro, gris, verde y marrón oscuro.
A veces extiende la mano con la palma abierta y hueca, como un cuenco y murmura una letanía ininteligible, como hacen las mujeres rumanas que piden dentro del mercado. La gente circula y finge ignorarlo, miran hacia otro lado o clavan los ojos en el suelo. Pero él permanece inmóvil en su postura, porque sabe que, tarde o temprano alguien se detendrá y dejará caer unas monedas en su mano o en el suelo. Entonces él las guardará en su puño izquierdo, porque tiene los bolsillos rotos, y marchará al mercado para gastarlas rápidamente en su pequeño placer de cada día: una caja de vino de cartón.
Camina torpemente, tambaleándose y arrastrando los zapatos viejos por el pavimento. Ya ha dejado de ser invisible, y la gente que bulle alrededor ahora lo esquiva. Algunos se cruzan de acera como si tuviesen miedo de acercárse demasiado. Tal vez sea su olor agrio, o su barba enmarañada de un gris amarillento. ¡Qué fea es la miseria! vocea. Y alguno se detiene y lo mira escandalizado. ¿Fea? Tú sí que eres fea – le dice a una mujer que se cruza en su camino. Ella baja la cabeza y aprieta el paso.
Al caer la tarde bordea el mercado y merodea entre los contenedores, donde se reparte el alimento con otros indigentes y algunos perros abandonados. Su estómago no necesita demasiado alimento, así que casi nunca discute con ninguno de los otros. Tan solo espera a que oscurezca para buscar un rincón tranquilo y esperar a que el sueño haga de tránsito entre ese día y el siguiente. Otro día exactamente igual a todos.

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