Entre el silencio

Entre el Silencio

Son las tres y media de la madrugada y todo es quietud; ni siquiera sopla el viento como lo hacía la noche anterior, golpeando las persianas, las ramas de los árboles, silbando al colarse por los rincones de algunas callejuelas, levantando en remolino polvo y hojas secas. Tampoco se oye a los ratones correr por el falso techo, ni al perro abandonado que deambula desde hace meses por las calles. Todo es silencio. El reloj despertador marca desde la mesilla de noche el rítmico paso del tiempo, mientras Marian, desvelada, se agita debajo de las sábanas. Desde hace un rato intenta escuchar, a través de la oscuridad de la noche, la respiración de su madre en el dormitorio de al lado. Intuye que estará despierta, escuchando el silencio, e imagina que estará esperando a que ella se duerma. No sabe qué querrá hacer, pero una cosa tiene segura: ahora no puede dormirse.
Sucumbir al sueño podría costarle otro disgusto como el de aquella madrugada, el pasado verano, cuando alrededor de las cinco y media la despertó el aullido del teléfono, insistente sobre la cómoda. Era mal augurio y en consonancia reaccionó su corazón, que se puso a latir alocadamente golpeando el pecho y nublándole la mente.
- ¿Diga? - La voz que apareció al otro lado del auricular era familiar, pero eso no la tranquilizó en absoluto. Estaba hablando con el cabo de la guardia civil.
- Marian, soy Angel, y te llamo desde el cuartel. Ante todo quiero que te tranquilices, tu madre se encuentra bien. -Un torrente de incógnitas invadió su cabeza y después de un segundo de confusión sólo alcanzó a contestar:
- ¿Có-cómo?
- Marian, tu madre está aquí con nosotros, y está bien.
- ¿Cómo que mi madre está contigo?. ¡Mi madre está durmiendo en su alcoba!– A esas alturas las lágrimas ya corrían sin control sobre sus mejillas. Lágrimas de impotencia y de vergüenza por lo esperpéntico de la situación.
- Tranquilízate, que no pasa absolutamente nada. Escúchame Marian, hemos encontrado a tu madre caminando por el río. Va en camisón y zapatillas; vamos, creo que se ha levantado de la cama y se ha ido a dar un paseo, pero está bien. Marian, no llores, por favor ¿quieres que la llevemos a casa?.
- No, Angel. Voy yo para allá. Tardo cinco minutos.

Cuando llegó al cuartel ella estaba tan feliz, sentada en una butaca y jugando a las cartas con Mario, el guardia que estaba de servicio aquella noche. Ganaba y reía, mientras Mario maldecía entre bromas y más risas.
En aquel instante Marian comprendió que a partir de entonces pasaría muchas noches en vela, indagando en los ruidos de la noche para averiguar en la respiración de la anciana sus intenciones.
Como hoy, adivinando en la quietud sus movimientos bajo las sábanas. Hace frío y debe de estar tapada hasta los ojos, y estos abiertos de par en par, hartos de insomnio y quizás anclados en imágenes vistas hace años, en algún momento en el que fue feliz y que su cerebro se empeña en rescatar.
A veces, cuando la está peinando y le recoge el pelo en un moño con cientos de horquillas negras, pierde la mirada en el espejo del cuarto de baño y se siente niña. Piensa que quien la peina es su propia madre, la abuela de Marian, para ir a misa; entonces imagina que se vestirá con ropa de domingo y se pondrá un lazo grande en el pelo, y después se esperará un rato en la era para jugar al tejo. Otros días le pregunta que cuando va a volver su marido, y se empeña en que tiene que cocinar porque estará a punto de llegar del campo y tendrá hambre.
- Mamá, papá murió hace siete años.
- Ya lo sé, ¿crees que no me acuerdo de cuando lo trajeron del río?, tan empapado, tan pálido, hinchado como una bota. Lo colocaron encima de la cama con muchas flores.
- Mamá, ese era el abuelo. Fue el abuelo el que se ahogó en el río cuando tú eras pequeña.
- ¿Te acuerdas …?
- No, pero me lo has contado muchas veces.
- El pueblo entero vino a verle, incluso de los cortijos venían con sus trajes nuevos a velar al ahogado. Estaba muy frío, y parecía de cartón. Le cruzaron las manos en el pecho, le cerraron los ojos. Tenía mucho barro por todas partes, y madre lo limpiaba llorando mucho. Lloraba tanto que tenía la cara arrugada, y aquel día se hizo vieja de repente.
A Marian le gustan las historias que le cuenta su madre, aunque las conoce como si las hubiese vivido ella misma de tantas veces como las ha escuchado. Disfruta sondeando la profunda memoria de la anciana, comprobando cómo recuerda todos los detalles de lo que le ocurrió veinte, cuarenta o sesenta años atrás. La mente humana es realmente compleja, piensa. Seguramente hay tardes que es incapaz de recordar qué ha comido a mediodía, y sin embargo sabe perfectamente el vestido que llevaba puesto en las fiestas el año en el que conoció a su marido y la sacó a bailar.
El maullido de dos gatos enfrentándose la sacude bruscamente en la cama. Sobresaltada mira a todas partes, el reloj le confirma que se ha quedado dormida. Asustada da un salto y corre a la habitación de su madre. No sabe por qué, pero tiene un mal presentimiento. La puerta está cerrada; al empujarla las bisagras emiten un quejido suave. Marian entra en ella y al verla no puede evitar derrumbarse; con la cara entre las manos se sienta al borde de la cama y deja que las lágrimas se escurran entre los dedos. La habitación está desierta, la cama hecha y las puertas del armario, abiertas de par en par muestran su interior vacío.
Marian empapa la colcha de hilo sin entender qué es lo que le está pasando. Hace más de dos meses que su madre ya no está a su lado, pero algunas noches, entre el silencio, su presencia sigue latiendo en la casa a través de sus sueños.

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